Este bendito yo por Thomas Harris
Apología a la primavera

Thomas Harris, poeta y jefe del Archivo de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, en su columna semanal, aborda el tema de la primavera y los particulares sentimientos que provoca.
25/09/2015
Fuente: Biblioteca Nacional
¿Le temes a la noche? Más bien témele al día. A esa luz que te desnuda, que te hace traslúcido, que te hiere en tu fragilidad y tu impotencia frente a la luz que todo lo desnuda y expone. Algo tiene de panóptico la luz, o más bien la luz es panóptica, un edificio sin intimidad pero construido de materiales impalpables. La luz: esa verdad que te desnuda en la calle, en la virtud, en el trabajo, ante los otros. Los otros que te escrutan, los otros que son el verdadero infierno, como decía Sartre. Que te empelotan cuando te miran con el rabillo del ojo, que te hacen sentir culpable, cuando estás muy feble, porque llega la primavera y con ella la luz, y los días se alargan, y todo el mundo parece estar feliz, pero esa felicidad hace que tu oscuridad interior, tu oscuridad, herencia romántica, se haga más oscura aun. El brillo de la transición hacia la primavera abre heridas en el romántico perenne -o si se quiere en el pálido depresivo- grietas invisibles en la piel, desgarraduras impalpables hasta en la ropa, que sólo las puedes percibir si miras atentamente la mirada del romántico, ya no de los perros románticos, como diría Bolaño, sino de los quiltros románticos, una mirada de perro triste, pero que puede pasar desapercibida, porque esas miradas a veces suelen ocultarse a sí mismas con gafas como ojos de un infernal insecto. O simplemente por la misma luz que las hace parecer traslúcidas o impertérritas, insomnes o transparentes: pero en esas miradas, en esos ojos, en ese azul (como el azul de la flor de Novalis) se está gestando un renuevo primaveral, que puede ser más bien fatal. Tal vez en cada comienzo de la primavera halla que volver al famoso dictum de Camus en "El mito de Sísifo": "No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación". Releer también el bello texto de García Márquez "Las esposas felices se suicidan a las seis". Todo parece ser a destiempo. La primavera, el crepúsculo, la luz: esa fragilidad, esa vacuidad, esa jaula de oro. La luz, la gran fisgona que obnubila la noche, la oscuridad, los sueños, el amor, los cuerpos ocultos, las calles y las prostitutas, los hombres lobos y la sinrazón, los bares y la muerte, los cuerpos abrasados y abrazados, los lumínicos y el deseo, los vampiros y el amanecer que no deja que el amanecer, por fin, te diga la verdad. Que la muerte te sigue los pasos por la luz, y que la única salvaguarda de tu cuerpo es la noche, la noche tan temida, la noche que te cobija con su manto de estrellas palpitantes como infinitos corazones que horadaran el cielo. La noche que después de todas las metáforas lumínicas del siglo XVII, el de la Ilustración, bastante oscuro por lo demás, fue rescatada de los bosques y la sinrazón hacia la vitalidad sublime de los sueños, el erotismo, el lobo fiel, las brujas y los barcos fantasmas. La otredad y lo fragmentario, lo difuso y las landas. La misma tristeza que abraza a los quiltros románticos en primavera, esa tristeza que Baudelaire llamó spleen, que Pessoa y Sá Carneiro llamaron saudade, que Billie Holliday, simplemente, blue. Habría que escribirle un blue a la primavera para dejarla en su lugar: la estación de los suicidios, de las esposas felices, pero que se suicidan a las seis, de los románticos irredarguibles, de la luz tan temida, de los días que se eternizan, de los irresponsable alegres que no ven al fondo de los ojos del otro la tristeza sin razón, porque no hay razón para la tristeza en primavera.