Este bendito yo por Thomas Harris

Deseo de ser invisible

imagen imagen_portada.jpg

Thomas Harris, poeta y jefe del Archivo de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, en su columna semanal, nos sorprende con sus definiciones sobre la invisibilidad.

14/08/2015

Fuente: Biblioteca Nacional

­Pero... ¿dónde diablos está usted?

H.G. Wells: El hombre invisible

Y esto era la invisibilidad tan querida: un vacío en la costumbre del cuerpo que no se llena ni se transmuta en otro, salvo que no se vea. La tumba prefigurada en la almohada y tú mujer al otro día no sabe por qué ese perfil como para hacer un vaciado de yeso de tu ausencia. Una ausencia que tampoco es ausencia, porque estás ahí, mirando como un voyerista los movimiento matinales de tu mujer, de la cama al baño, del baño a la pieza, enfundada en una toalla blanca, como un lirio confundido por tu presunta desaparición o ausencia; los movimientos que veías cotidianamente mientras comentaban el estado del tiempo y el día y la rutina que tenían por delante. Pero ahora estás y no estás y puedes ser el mirón de tu propia cotidianidad. Algo es algo. O una lágrima derramada por nadie que cae a un océano congelado. Un vacío en la costumbre de ser cuerpo que no se restaña que no se cura. Y vendas, después de un tiempo, para que el cómplice -tu doble enquistado en ti- te pueda ver y manejar mejor el cuerpo, para no tropezar con los muebles, para no caer, como en un pozo de agua fría, en tu propia transparencia. Y oscuras gafas como muros a las miradas en las callejuelas empedradas, vuelto transparencia. Por motivos de la trama todo esto transcurre en un pueblo colonial y perdido, lejos de la urbe, donde comenzabas a ser molesto. Ser invisible es ser un tipo que rompe con todos los contratos sociales, y eso, señor, es más que molesto. Puede ser delito. Ahora me miran con más ahínco que cuando era visible. En mi nuevo escondite tenía un ropero, una lámpara de lágrimas rosáceas y un laboratorio. Una investigación eterna sólo para conseguir la catástrofe: el deseo de ser invisible. Sufro una conmoción violenta en esta habitación cerrada con llave sin causa aparente. Un estrépito de botellas que chocan una contra otras en plena medianoche asustando a los demás pasajeros, como si la mesa hubiese sido empujada por nadie y un objeto se estrella contra la pared. Alguien grita desde el umbral: "¿Hay alguien ahí?", donde no hay nadie sino mi vacío en la sana costumbre de ser visible. O sea mi inoportuna invisibilidad. Se escuchan pasos aparentemente de nadie. Pero ¿cómo esta contradicción de los sentidos? Todos oímos los pasos en la habitación de arriba. Al parecer hay alguien aquí que no vemos, pero ¿cómo puede acontecer esto? Los sentidos, señor, no engañan. La invisibilidad se denuncia más que la visibilidad. Ser visible es normal, no hay nada que ocultar en la visibilidad. Si eres invisible estás oculto por tu cuerpo ausente. Mi sombra debe llorar no sé donde acurrucada por mi transparencia actual. Invisible también ella en los zócalos del metro, en las espaldas de los vagabundos, en los pechos las vírgenes de yeso y también en las de carne. Porque la invisibilidad no es normal. Atenta contra la urbanidad. Las buenas costumbres de vernos día a día, de elegir si saludarnos o ignorarnos cortésmente. Atenta contra la intimidad de los amantes. Atenta contra la propiedad privada, contra los secretos de familia y contra los secretos de Estado. Sobre todo contra la propiedad privada, porque anula lo privado con la mirada transparente. Esto es peligroso para los visibles que son legión. El invisible es sólo uno y el Uno es el número de Dios. Ser humano e invisible también transgrede el Uno de Dios. Esto está penado por las dos leyes. Si sólo sobreviviera una grieta pagana que justificara esta transparencia, este vacío que me empieza a doler, una fisura por la que asomarse al Otro Lado o por último al bosque congelado que hay fuera de la habitación. La pequeña posada de Puerto Stowe ­donde comenzó­ todo se ha cubierto de nieve. La insignia de la posada es una anticuada y raída galera de felpa, un absurdo como todo esto que me está pasando, una imposibilidad de la navegación. La galera porque cuelga mecida por el viento y es sólo una representación. Esta no es una galera. Yo no soy un hombre. Bajo la galera se conservan, mientras se leen unas líneas, huellas delatoras en la nieve. Ahora, retornan mis huesos cristalinos y la diminuta tubería blanca de mis arterias. Poco a poco, mientras muero por una falla del sistema, se va rediseñando el bosquejo tembloroso de mis miembros. Mi cuerpo retorna de lo invisible entre los brezos y la nieve haciéndose un arbusto derribado. Ahora soy una Dafne al revés y un poco más confusa en el laberinto de mi mito transparente. El posadero puede dar otros detalles de los hechos Las huellas delatoras quedaron indelebles en la nieve al borde del precipicio que hay junto a la posada. Y todo esto se olvidará para siempre, porque la invisibilidad es un error si no la practicas siendo visible, vistiendo un terno elegante como William Burroughs, un terno negro o gris marengo bien cortado y la respectiva corbata de seda. Estarás más cómodo en la invisibilidad de tu cuerpo uniformado de burócrata. Aunque tu corazón y las arterias que te irriguen lleven la sangre beat de Burroughs. Pero ahora ya estás muerto, ni del todo visible, ni del todo transparente, sin ser y sin no ser. El sol volverá a iluminar las callejuelas empedradas de Puerto Stowe una vez derretida, por este invierno, la nieve.

Recursos adicionales

Materias: Literatura
Palabras clave: Thomas Harris - Columna
readspeaker