Este bendito yo por Thomas Harris

Rengo

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Foto de Hans W Müller

Thomas Harris, poeta y jefe del Archivo de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, en su columna semanal nos invita a un viaje onírico.

05/10/2015

Fuente: Biblioteca Nacional

Anoche soñé que caminaba por las calles periféricas, empedradas, adoquinadas de Concepción. No es un sueño recurrente para mí soñar con las calles sin salida de Concepción (en el sueño todas las calles de Concepción eran más bien los túneles morados, pero sin una luz al fondo, farola roja de prostíbulo o letrero EXIT al costado de los cortinones de los cines azumagados de mi juventud ya ida. Eran los túneles morados y tapiados, eran corredores de fragmentos góticos de una pesadilla que no tenía principio ni fin; es decir una pesadilla que se enquistaba de sopetón en mi sueño plácido de esa noche, digamos una laguna donde alguna vez miré los juncos con una chica ya envejecida o quizá muerta por una sobredosis, o aterida por los partos y el trabajo que llevan al río legamoso del morir, del Estigia banal de la cotidianidad donde no florecieron en la ribera los sueños, sus tulipanes atolondrados ya resecos. Anoche soñé que caminaba por una calle empedrada, como un socavón, sin cielo estrellado, como túnel, de Concepción. El sueño era una grisalla de angustia, un mal momento onírico, un bajón del REM, un ahogo en la hora del lobo, justo a las 2 P.M. Como decía no suelo soñar con Concepción, a esta edad, cuando ya entras en los 59 años, sueñas más bien con tu ciudad natal, aquella en la que descubriste la conciencia, o sea el sentimiento de ser único, de ser Tomás, de que no hay el Otro, de que vas a morir irremisiblemente, pero como eres un niño, no sabes bien de que de eso trata la conciencia. El despertar a la conciencia. La conciencia de la muerte. Pero anoche soñé que caminaba por concepción, tenía 29 años, era poeta, joven, flaco, desgarbado, tenía el pelo muy largo y un tanto sucio -dejaba por esos años que me lo lavara la lluvia en mis caminatas eternas hacia ningún lugar, buscando esa vida que estaba en otra parte-. Pero en el sueño sentí un dolor en el pie izquierdo, rengueaba como ahora en la vigilia desde los 37 años, cuando tuve que abandonar por cojera la pasión de callejear buscando esa calle que no estaba tapiada, esa calle que desembocaba al mundo, al mundo que está siempre en otra parte. El dolor del pie izquierdo me detuvo en una encrucijada de callejones tapiados, donde lloviznaba, o comenzaba a lloviznar. Como en los sueños vívidos caminaba en pijama, o con un buzo azul con el que suelo dormir los inviernos. ¿En qué calle de la ciudad perdida estaré, me pregunté en el sueño? , sabiendo que las ciudades no se pierden, que las ciudades están desde que comienzas a vivirlas ya perdidas, porque el fatum es que alguna vez, como en el poema de Kavafis, partirás como un caracol con la ciudad a cuestas, Sísifo urbano sin remisión. El letrero, negro, que me indicaba el nombre de la calle estaba ya difuminándose por la llovizna y la neblina, pero alcancé a leer: Rengo. Rengueaba por Rengo en mi sueño. Recordé que si seguía caminando por la calle Rengo llegaría al Cerro Amarillo, ese cerro enquistado en las afueras de la ciudad, cercado por rejas de fierro oxidado, donde uno podía entrar a una hora determinada por unas escaleras de piedra. Recordé en el sueño que me gustaba el Cerro Amarillo, que colindaba con la calle Rengo. Que una noche, callejeando, sin saber porqué, llegué de sopetón a Rengo y al Cerro Amarillo. Y que entré el Cerro Amarillo como si entrara a un castillo embrujado por las formas desasidas de los árboles y los bancos. Siempre que recuerdo de esa noche en el Cerro Amarillo. La recuerdo, pura mnemotecnia fallida, con estatuas fracturadas, estatuas blanquecinas, sin un brazo o sin cabeza, sin un pie. A una amiga le ocurría algo similar cuando soñaba con el Cerro Amarillo y ambos, una noche, algo ebrios y volados, en el jardín de su casa, recordamos que era una superposición del capítulo de Sobre héroes y tumbas, donde Alejandra, la mujer maldita o bendita, se encuentra con el sosias de su padre y parece que hay estatuas en ese parque bonaerense. Pero las estatuas fracturadas están en la Avenida de Aguirre, en La Serena, un espacio con el que no suelo soñar (Con el que no he soñado jamás). O sea que anoche soñé que rengueaba por la calle Rengo y trataba de subir al Cerro Amarillo, pero como tenía 59 años en el sueño y me dolía el pie, como siempre cuando hay frío y llovizna y niebla, no podía subir hasta la cumbre del Cerro Amarillo. En el sueño sabía que no llegaría más allá del séptimo peldaño de la entrada al Cerro Amarillo. Así que me senté en los peldaños húmedos, con el gamulán que me protegía del frío por esos años y las botas de hule que impedían que me empapara los pies. Miré hacia el interior del Cerro Amarillo, quería saber qué perseguía o a quién perseguía, si un fuego fatuo o un cuerpo emergido de la llovizna, a una colegiala mustia que iba a acabarse un cigarrillo o un pito en los bancos del Cerro Amarillo o a la misma Aurelia, la Aurelia de siempre, tan fantasma como siempre. Pero los contornos del cuerpo de la muchacha o del fuego fatuo se diluyeron en la llovizna y la neblina y como rengueaba no podía seguirla, como el protagonista de Hambre de Knut Hamsum persigue a esa dama misteriosa vestida de negro por la ciudad. Como la Alejandra de Sobre héroes y tumbas también vestía de negro, con un suéter con cuello de tortuga. Así que descendí vencido, derrotado por la cojera y los años los tres escalones y regresé a la calle Rengo, rengueando. Sin la colegiala volada, sin Aurelia, sin Alejandra de Sobre héroes y tumbas, sin la mujer misteriosa de Hambre de Hamsun, sin el fuego fatuo, triste, solitario y fatal, o final, hacia los túneles morados, donde el puro vino agrio de esos años me abrigaría a falta de un cuerpo, como esos años, en Concepción, donde si te ibas por Rengo, solo ibas a desembocar en la tapia de otro callejón, el callejón de la soledad, el frío y la muerte, porque por esos años, una noche sin un cuerpo cobijador era sinónimo de la muerte, anagrama del abandono, opúsculo de la falta de un pecho, un epigrama sin destinataria, un fuego fatuo por toda pasión, al fondo de un vaso de vino triste, como el de Garcin, que te hacía pensar que en una de esas era mejor abrirle la jaula al pájaro azul que te picoteaba la mente.

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Materias: Literatura
Palabras clave: Thomas Harris - Columna
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