Este bendito yo por Thomas Harris
El paraíso no es para nosotros
En su entrega de hoy,Thomas Harris, poeta y jefe del Archivo de Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional, nos regala una mirada sobre los ritos cotidianos.
13/11/2015
Fuente: Biblioteca Nacional
Hoy almorcé con una amiga de la Biblioteca Nacional. Almorzamos, retomando un ritual postergado por el tiempo, por las reuniones, por la burocracia, por el descuido al fin de cuentas de los rituales. Digo el descuido, porque los ritos son finalmente, los que te hacen más llevadera la vida, o los que te salvan de la rutina y la grisalla de la burocracia. Porque, tenemos que tenerlo claro, somos empleados públicos, pertenecemos y nos debemos al aparato estatal, sea este del signo que sea. Cuando hablo de signo, pienso, sin darle una valoración ni positiva ni negativa, kafkiano. Y cuando digo kafkiano, traiciono bastante esa siempre mal comprendida condición. Como esto que escribo no pretende abismarse en metamorfosis, ni en castigos, ni en las puertas de la ley, no me remitirá a las "iluminaciones" benjaminianas de Kafka, que darían más luz a la cuestión, porque estoy en la superficie del adjetivo, es decir lo que nos atribula día a día la burocrática condición. Y que, por otra parte, mientras no nos pongan ante las puertas de la ley dos sicarios metafóricos, pero no por eso menos brutales, la cuestión se va redibujando orteguienamente como yo y mi circunstancia. Y esta es nuestra circunstancia. Ser empleados públicos, e injustamente, mal vistos por la gente, otro sustantivo también líquido, confuso y difuso. Pero lo central acá, si hay un centro en este texto (cosa que dudo, porque divago y celebro un almuerzo) es recobrar los rituales perdidos que nos hacen más humanos, o, a secas, humanos. Mitos y ritos. Creo que por ahí nos aplacan la existencia, la vida, el presente de nuestra humana condición. En fin, sabemos que los mitos tienen una configuración permanente, y se realizan en los ritos, que son reiteración atemporal del mito. Y en la cotidianeidad eso es como el madero en los naufragios. Hablamos, con mi amiga del presente -curioso, pero todo mito y todo rito, tiene que ver mucho con el presente, que finalmente es lo que construye lo atemporal- de lo que por hoy nos alegraba, conturbaba, preocupaba, angustiaba y también nos regalaba -en ese hiato del mediodía que para los empleados públicos se llama hora de colación- Hablamos primero, insisto, orteguinamente, de nuestras respectivas circunstancias -nuestros trabajos y nuestros días: literatura, nuestros libros recién estrenados, que intercambiamos y comentamos, y también de todo eso que los rodea, como dijo mi amiga, y que por el momento no recordaba el término sociológico preciso, lo que nos llevó a la crucial, pero extrema necesidad de la academia y las teorías "ad usum" y de lo innecesario de tanta rigurosidad frente a una rica ensalada de salmón y queso de cabra, en el café de siempre, por ahí por Lastarria. De que la literatura, de que el placer del texto, del que el erotismo y el goce de la literatura, se transformara, tanto para alumnos como para académicos, en un campo minado, como los que plantaron los militares en el Norte en los tiempos de la dictadura, y, que ahora, por todo el rollo de La Haya, en una de esas vuelvan a lo mismo. Y claro, del tiempo, pero no de un tiempo en tanto concepción física teórica, pasaba a una velocidad extrema. Aunque mi amiga me dijo que ella, creía, como su abuelita, que en una de esas, era así. Y del tiempo que nos conocemos -20 años o más- aunque la diferencia de 30 años que tenemos, a mí me hace más crucial el asunto, pero a ella también. Claro, cuando comenzamos a conversar ritualmente, por esos años, por el 2000, en el café Colonia, creo que ninguno de los dos pensaba en el tiempo como ahora: de alguna manera, ambos éramos todavía, como me gustaría pensar, tan jóvenes. El próximo viernes, le recordé, cumplo 20 años en la Biblioteca Nacional, en la administración pública, y como todo cumpleaños cuando estás ya entrando a los 60 uno prefiere pasar; pero hay derechos y deberes e, incluso, deseos, porque a fin de cuentas, todo el Palacio de los Libros, dixit, va a celebrar y yo no tengo porqué restarme, si a fin de cuentas he vivido y sobrevivo por él, en él y, qué va, gracias a él. Y no es el momento de maldecir, sino, creo, de unirse a una pertenencia, de las que descreo mucho, como la familia, la propiedad privada y el Estado, resabios ya un tanto desvaídos de mis lecturas vitales y mortales de Marx y Engels en mi adolecencia, que rápidamente fueron sustituidas por Kafka y Camus, por Sartre y Malraux, y, al final, por Nietszche y Foucault, y, más definitivas, por Baudelaire, Rimbaud y Vallejo. Y, si quiero ser fiel a la conversa, por parte de mi amiga, a Gabriela Mistral, que los mistralianos y los que se suman a la fiesta sin serlo, están dejándola más seca que el Valle, que un higo, que una papaya confitada. Literatura aparte, mejor volver al rito de esta tarde, a la ensalada de salmón y queso de cabra, al pasar de un tópico a otro, de un entusiasmo a otro. A esta hora mi amiga estará en el concierto de Morrisey, que me dijo no se perdería ni por la lluvia que ahora cae, y yo estaré pensando en que no me puedo perder el de los Rollings cuando vengan, aunque me cueste un ojo de la cara. Escuchar, como ella dijo, las canciones que te hacen feliz, que tal vez no sean las mismas, para los dos, en vivo, con el corazón o lo que sea en la mano; pero desde el rock uno llega fácilmente a la utopía, es decir a ese futuro incierto y líquido. No sé porque estuvimos un momento en la Isla de Pascua, Rapa Nui, o como el lector quiera. Ambos, en distintos tiempos en el ombligo del mundo, pletórico de ombligos -para mí- al centro del cuerpo y esas sensación de estar lejos de todo, distantes el Mundo, en pleno Océano Pacífico: qué más paz y distancia de todo esto de lo que hablábamos. Mi amiga me dijo que mirando el mar llegó a pensar ¿y si?, total también acá hay formas de contribuir a la causa y desde el Paraíso. Y yo le conté que cuando estuve en el Paraíso me di cuenta que este quedaba demasiado lejos del mundo, de los neones y Lastarria, de los happy hours y el teatro, de los cines y el Gatopardo, de la noche de febrero en Santiago... A la hora del café y el agüita de yerbas (yo) le dije que, en realidad, el Paraíso no era para nosotros, que no estábamos hechos para el Paraíso, o algo así. Y que el Paraíso, además era para siempre. Mi amiga me replicó que tampoco estamos hechos para un "para siempre" (por lo menos ella). Y nos reímos, y nos dimos cuenta que aún nos quedaba tiempo para pensar en el paraíso del retiro, y pedimos la cuenta que como siempre demoró, y regresamos al Palacio de los Libros, con el sabor grato del ritual cumplido y expulsados del Paraíso por decisión propia, y no por un ángel o arcángel con una espada de llamas flamígeras, como el que aparecía en nuestros libros de religión del colegio o en la tapa de "Maldición eterna a quién lea estas páginas" de Manuel Puig.