Historia
En noviembre de 1929 se creó la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos con el objetivo de reunir a diez destacadas instituciones culturales que se habían formado desde el nacimiento de la república para conservar las principales colecciones bibliográficas, culturales, artísticas y científicas del país: Biblioteca Nacional (1813), Museo Nacional de Historia Natural (1830), Biblioteca Santiago Severín de Valparaíso (1873), Museo de Historia Natural de Valparaíso (1878), Museo Nacional de Bellas Artes (1880), Archivo Nacional (1887), Museo de Historia Natural de Concepción (1902), Museo Histórico Nacional (1911), Museo de Talca (1925) y el Registro Conservatorio de la Propiedad Intelectual (1925).
Todas ellas funcionaban de manera autónoma, por lo general descoordinadamente, y carecían de una política común que regulara su gestión, definiera sus tareas y planificara su desarrollo. Esto, sumado a la reformulación de la naturaleza del sector fiscal, propiciada por la crisis económica mundial y por la necesidad de mejorar la administración de los recursos públicos, derivó en la creación de la Dirección General de Bibliotecas, Archivos y Museos (Dibam), mediante el Decreto con Fuerza de Ley 5.200, del 18 de noviembre de 1929. La institución, dependiente del Ministerio de Educación Pública, tenía como principales objetivos dar a sus servicios dependientes una "estructura de coordinación, armonía y concordancia exigida por la misión cultural a que en conjunto están llamados", fijar las funciones de cada establecimiento y las relaciones entre sí, "cooperar con eficacia a la educación nacional, divulgando por todos los medios a su alcance los tesoros de sus colecciones y los resultados de sus investigaciones", y disponer los medios para que todas las dependencias del Estado colaboren a incrementar sus colecciones "remitiéndoles materiales y productos naturales o artísticos de las regiones o países en donde residan".
Este decreto preveía que todas las bibliotecas similares a la Santiago Severín debían incorporarse a la Dibam y se hizo cargo de las diferentes figuras que el Registro Conservatorio de la Propiedad Intelectual adquirió con el tiempo. Este último existía desde 1834, cuando nació como respuesta a la producción literaria y artística de nuestro país que antes no estaba reglamentada. Bastaba con depositar tres ejemplares de la obra en la biblioteca pública de Santiago, los cuales debían tener el nombre del autor en el frontispicio para hacerse acreedor de ésta. En 1970 esto fue modificado al crearse el Departamento de Derechos Intelectuales, el que se hace cargo, además del registro de propiedad intelectual, de la atención de consultas y asesoramiento al gobierno en todo lo relativo a derechos de autor, derechos conexos y materias afines, promoviendo la protección de tales derechos.
El director general de Bibliotecas, Archivos y Museos estaba al frente de todas estas entidades, aunque las jefaturas directas quedaron, según su naturaleza, a cargo de conservadores, bibliotecarios jefes y directores.
Producto de la crisis económica por la que atravesaba el país y los escasos fondos que recibió, la labor de la Dibam durante sus primeros años de existencia fue compleja, orientándose a sentar las bases de una estructura administrativa centralizada, que radicaba en la facultad de distribuir los recursos dispuestos asignados en el Presupuesto de la Nación y en la obligación de cada unidad de enviar informes anuales.
En las primeras memorias se enfatizó que, a falta de fondos propios, los esfuerzos para completar colecciones se dirigieron a incentivar las donaciones particulares, reforzar el Servicio de Visitación de Imprentas y establecer convenios de canje con instituciones afines en el extranjero, especialmente en Hispanoamérica.
Durante la década de 1930 la Dibam destinó parte importante de sus esfuerzos al cumplimiento de la obligación del depósito legal que tenían las imprentas y regularizar la situación de los derechos de propiedad intelectual de numerosos libros de autores extranjeros que se habían reeditado en el país, sin el consentimiento de los propietarios de sus derechos. Junto a esto, se buscaba normalizar los servicios, como la Biblioteca Nacional, en cuyo nuevo edificio sólo estaban abiertas al público algunas de sus secciones, mientras que otras permanecían en proceso de catalogación y ordenación, como la Biblioteca Americana de José Toribio Medina, entregada por su familia en 1932, y la Biblioteca de Diego Barros Arana, que permaneció en la Universidad de Chile hasta 1937.
Al comenzar la década de 1940, la Dibam ya había logrado regularizar su funcionamiento y en algunas áreas, convertirse en un actor gravitante para la cultura y la educación del país. El quehacer de la Biblioteca Nacional se extendió por todo el territorio nacional mediante los vínculos establecidos con 602 bibliotecas públicas y privadas, a las que proveía de obras que recibía a través de los servicios de depósito legal y visitación de imprentas, o que eran resultado de los proyectos de investigación histórica y literaria que lideraba.
Simultáneamente, incrementaba sus convenios de canje en el extranjero, lo que permitía que sus colecciones crecieran a un ritmo mayor que su presupuesto para adquisiciones. El Archivo Nacional, gracias a acuerdos de colaboración con la Academia Chilena de la Historia y la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, aceleró el proceso de catalogación de sus colecciones documentales y la publicación de algunas consideradas de utilidad para los investigadores, como el catálogo del Fondo Real Audiencia, puesto a disposición del público en 1942. En cuanto al patrimonio natural, el Museo Nacional de Historia Natural realizó numerosas expediciones en terreno para recopilar especies y muestras destinadas a incrementar sus distintas secciones.